
Aun cuando en la historia de la música nacional algunos instrumentistas no ganaron tanta notoriedad como los conjuntos vocales, existe en ellos una fuente creativa de enorme importancia, que facilitó el nacimiento de famosísimas canciones, dio impulso a conjuntos y solistas, y fundó lo que se ha dado en llamar «la musicalidad». El repertorio nacional folklórico está conformado por una vastedad rítmica exultante en matices, a los que no se llega solamente por el camino de la simplificación o espontaneidad de los músicos intuitivos, sino por la fina trama de la composición y armonía que otorgan los conocimientos del pentagrama y el dominio de los instrumentos. Y ello está resumido y madurado en un alambique único por sus características bohemias, académicas y expresivas-, en los pianistas y guitarristas.
Luis Alberto Peralta Luna, un santiagueño transeúnte de la noche encantada de Buenos Aires, supo hallar en el teclado del piano la fórmula para resolver lo que imponía el dictado de la inspiración legítimamente telúrica.
Con una plenitud que sobrevolaba los territorios armónicos de las zambas o chacareras, y siempre junto a Miguel Angel Trejo.
Peralta Luna contaba con una preparación musical que le dio consistencia y romanticismo a sus interpretaciones, con un notorio carácter dulce y fogoso al mismo tiempo.
Era un hombre con formación intelectual que le otorgó refinamiento a su sensibilidad originada en Santiago del Estero, donde pasó su infancia y juventud, ya que, contrariamente a lo que se cree, había nacido en Tucumán.
En realidad, él mismo supo declararse santiagueño porque en esas tierras bebió los acentos que distinguieron sus creaciones: «Chacarera del santiagueño», «El loretano», «Chacarera del silbador» y tantas otras.
Los arreglos musicales de Trejo eran enriquecedores, porque nunca desairó el rasgo estrictamente folklórico de los temas. La «Zamba de Vargas» y la «Huella» han sido señalados como temas plenos de sugerencias, tradicionales en su forma y finos en su trazo. Las nociones recibidas de sus maestros orientadores habían alejado a Trejo de la improvisación característica del espontáneo, llevándolo a descifrar los códigos del arte musical legítimo.
Por sugerencia de Gómez Carrillo y de Gianneo, básicos formadores de su cultura, Miguel Angel incorporó la inapreciable característica que lo facultó a expresarse sin limitaciones.
Con Carlos García, continuador de la estirpe vocacional, solían entrecruzar arpegios que logra- ban alturas emotivas de una hondura musical invaluable, pues se materializaba un frente a fren- te donde no existían secretos en las cinco líneas, ni espacios sentimentales desconocidos.
En el trajinado mundo de las seis cuerdas de la guitarra, los requintos o el guitarrón todo es parecido, casi equivalente.
Nada caracteriza más al hombre de las regiones argentinas que la guitarra entre sus manos. Desde La Pampa hasta Cuyo; desde Salta hasta El Montiel.
Representa, de paso, uno de los rasgos sobresalientes de la herencia cultural que bajó de los barcos y halló tierra fértil en nuestro suelo. Ejecutantes y nada más, algunos. «Punteadores» insoslayables, otros. Creativos y grandes compositores, los más. Los guitarristas forman parte indisoluble de la historia musical popular.
En Buenos Aires aparecen en las primeras fotografías alusivas del tango: los artistas plásticos llegados a las pampas supieron dejar su impronta de pulperías y ranchadas con gauchos guitarreros de «calzoncillo cribao y bota e’potro”.
San Francisco Solano disciplinó, desde su violín encantado, a los primitivos santiagueños, que no dudaron en agruparse en orquestas donde la guitarra sumó sus tripas sonoras.
Herencia cuyana de altísimo vuelo son los pulsadores de todos los tiempos, dominadores de arpegios y escalas sorprendentes.
Nuestros guitarristas, guitarreros en ocasiones, conforman una nómina infinita.
Por cantidad y calidad no es permitido elaborar un listado: se trata de un acto básico de justicia. Fueron, son y serán por siempre el acompañamiento o el protagonismo.
Se llamarán Fleury, Falú, Domínguez o Grela. Villavicencio, Tacunau o Zabala. De Lío, Ho- mer, Francia, Coria o el Negro Ricardo.
Nuestros guitarristas fueron y son polifacéticos y trasnochadores. Habitantes de los humildes boliches, las grandes grabaciones y el número vivo de los cines. Los anónimos acompañantes del conjunto de danzas o los grupos chamameceros del trajinado festival. Nuestras Suma Paz, Car- men Guzmán, María Luisa Anido o Teresa Parodi.


