
El basamento más sólido del género folklórico son sus grandes personajes, que parecen desfilar en un interminable escenario nativista.
Porque más allá de la discografía, único testimonio superviviente del cantante existe un rosario muy originalmente engarzado que, al revisar la historia, le da sentido a los hechos.
Muchos fueron los que consiguieron del público los avales necesarios para perdurar, pero muchos más los que con modestia pero enorme valía- dieron sustento al conjunto.
No son abundantes, en cambio, los casos en que los hijos equiparan, o superan, a los antecesores. Un ejemplo: Waldo de los Ríos y su mamá, Martha de los Ríos.
Por los años ’40, el nombre de Martha ya estaba incorporado a la vanguardia de provincianos que, desde la Capital, hacían lo que naturalmente sabían.
No es exagerado situar a la santiagueña como una precursora. Había nacido en Rivadavia, un pueblo ubicado en el límite donde convergen Catamarca, Tucumán y Santiago del Estero. Se dice que, por estar la vía ferroviaria tan próxima, le tocó a Santiago aceptar su filiación, pero apenas unos pasos más allá habría sido tucumana.
Lo cierto es que el traslado ocurrió efectivamente al poco tiempo, porque se crió en el «Jardín de la República», incorporando allí los finos modelos y maneras que la distinguieron en su quehacer y el arte que le valió la fama.
Su padre era arriero, de los que trajinaba entre Catamarca y Tucumán: se llamaba Lisandro Gutiérrez y vivía en una sociedad que marcaba, tácitamente, las obligaciones del matrimonio.
Por eso doña María Elvira Argañaraz, su esposa, fue su compañía de travesías en aquellos años.
Una visión romántica podría adjudicar a Martha ese nutriente de cerros, valles, luna y aromas puros, como fuente de inspiración y expresividad, características con las que sobresalió en los ciclos radiales y rincones del espectáculo que conoció en Buenos Aires.
Un rostro de rasgos criollos, pelo negro y abundante, resumía la típica belleza norteña palpable en los destellos de sus negros ojos vivaces.
Por sus cualidades de madre alentó desde un primer momento la vocación temprana de Waldo, chiquilín imaginativo y retraído, que vislumbra en el piano la manera más firme de comunicarse.
Waldo de los Ríos optó por bautizar el hijo de Marta Inés Gutiérrez de Vargas (según la documentación), y con la facilidad que procura una identidad reconocida para continuar en el mismo oficio, se presentó al público apoyado en una formación académica muy sólida, con ideas enraizadas en lo clásico pero con tintes y sonoridades novedosas.
Waldo viajó a Europa y, desde ese continente, irradiaba una fama que lo elevaría a la consagración definitiva, por los años ’70.
En 1962 grabó un disco que se ha convertido en antológico, ya que la totalidad de sus canciones -arregladas para orquesta, piano y coro y único material de ese carácter disponible en ese entonces-fue utilizado por programas de radio y televisión, grupos de danza o fondos musicales de filmes evocativos o paisajísticas («El quiaqueño», «El alazán», «Vidala de la copla», etcétera).
Martha tuvo la fortuna de presenciar el crecimiento y evolución de su heredero: escuchó los primeros conjuntos orquestales y hasta participó como cantante bajo la batuta de Waldo en muchas oportunidades.
Su traslado a España y la luz que desde la península irradió Waldo con arreglos decididamente desafiantes, impactaron en un medio como el nuestro muy ortodoxo que no pudo, ni supo, hacer otra cosa más que dejar pasar los años para reconocer los méritos del director.
Apaciguada por los años, Martha buscó entre los silencios de su casa y los halagos internacionales de su hijo, al que sobrevivió, el concierto polifónico de las decenas de canarios que poblaban su soleado refugio en la calle Puán.
Allí, las memorias de sus presentaciones, los programas de teatro, las portadas de discos y premios recibidos le transmitieron tanto placer y serenidad como aquellos años iniciales de fulgores y proyectos.


