Durante las primeras décadas del siglo XVIII, merced a una intensa experimentación se tendía a valorar todos los instrumentos en la búsqueda de nuevos timbres, de nuevas sonoridades. Parece que la riqueza del color de las telas venecianas, tamizada por el minucioso grafismo de los pintores murales, como los Vivarini, gracias a las obras de Giovanni Bellini, Giorgione, Tiziano, Veronese, Tintoretto hasta llegar —en el siglo XVIII— a Tiepolo, Piazzetta, Canaletto y Guardi, influyó también en el búsqueda del color en la música. Es una época en la que, por ejemplo, el fagot inicia la evolución de su estilo gracias, sobre todo, a las composiciones vivas diana y en la que, asimismo otros instrumentos de todo tipo siguen un destino semejante. Y ¿no habrá sido experimental la actividad del «Prete rosso» en el Ospedale della Pietá con sus conciertos dedicados a los instrumentos menos usados? Y en su música ¿no aparece quizá por primera vez o, en todo caso, no se presenta con importancia hasta entonces inédita, la mandolina?
Dos Conciertos, el primero dedicado exclusivamente a la mandolina, en do mayor y el segundo donde aparecen dos solistas, en sol mayor, constituyen el corpus de Vivaldi para este instrumento y la técnica usada parece ser la de un virtuoso, aunque no ha faltado quien haya visto en las obras para mandolina de este compositor la misma explosion de una pasion reprimida, algo asi como lo que le ocurrió a Paganini con la guitarra. Es verdad que, para un violinista, la longitud de las cuerdas del instrumento de punteo (semejante al violín) y la misma afinación constituyen una ventaja indiscutida: además en el primer movimiento del Concerto en sol, las mandolinas tocan a menudo al unísono (y en las mismas posiciones) la parte del violín. Resulta, además interesante advertir los sonidos largos en pasajes de sonidos breves, sobre todo en el Andante para evitar los sonidos prolongados que solo el arco puede proporcionar en un instrumento de cuerda.
El último ejemplo del uso de la mandolina en la música de Vivaldi es presentado por el Concierto en do mayor para dos violines «in tromba marina», dos flautas rectas, dos trompetas, dos mandolinas, dos salome, dos tiorbas, violonchelos y arcos en el que la sonoridad del instrumento que se funde bien con las tiorbas, contrasta curiosamente con la larga serie de los otros solistas. La idea de un empleo colorista parece haber sido adoptada por primera vez por Haendel en su Alexander Balus y por Thomas Arne en la Almena aunque esta práctica alcanzó un desarrollo decisivo en el Don Giovanni de Mozart cuando en el Serenata la mandolina se superpone al «pizzicato» de los violines. El uso típicamente melódico del instrumento encontró entonces su definición, como lo reconoce Berlioz en su Gran tratado de instrumentación y de orquestación moderna: «La mandolina no aparece en su verdadero carácter y no produce efecto más que en los acompañamientos melódicos, como el que escribe Mozart en su Don Giovanni». La condena a la a la sustitución por la guitarra parece eficaz aun en nuestros días: «El timbre de la guitarra está bastante lejos de la aguda sutileza de la mandolina y Mozart bien sabía lo que hacía al elegir este instrumento en el acompañamiento de la amorosa canción de su héroe».


