
Única composición de género concertista (junto con algunas más tardías y breves Humoresques), esta obra de Sibelius se origina en la predilección por el violín, instrumento difundido también en la antigua tradición escandinava. Escrito en 1903 (revisado dos años más tarde). por lo tanto ubicado entre la Segunda y la Tercera Sinfonía, este único Concierto en re menor op. 47 constituye el final de la evolución musical del siglo XIX, representada por las «escuelas nacionales» así como el comienzo de una más sugestiva y personal indagación en la naturaleza. La creación es tanto más feliz y fluida cuanto más libre y variada es la concepción formal, que resulta más espontánea por la continua y magistral improvisación del solista. Este, como en los grandes modelos románticos, es aún el protagonista pero aquí vale notar su continua provocación a la temática cambiante de las secciones orquestales que conciertan climas agitados y desgarradores, sombríos y dolorosos. Así se notan en el inicial Allegro moderato las dos Cadencias* del solista que quiebra los temas principales y los plasma como un antiguo acorde sobre pintorescos grises y tempestuosos colores, permitiendo así a la orquesta ceder sonoridades románticamente ampulosas a refinadas atmósferas impresionistas y expresiones arcaizantes. La melodía inquieta del primer tema cobra acentos misteriosos y dramáticos en la danza vaticina que anima el segundo motivo y después el final de este complejo movimiento. Mayor y más calibrada intensidad lírica muestra el Adagio di molto, pero también mayor sometimiento a la tradición romántica aunque revisada con destreza y seguridad.
Pero es una vez más el solista quien resuelve motivos pasionales en cadencias naturalistas, exige pausas absortas, recoge ecos populares apenas esbozados por los instrumentos de viento que estallan punzantes sin titubeos en la amplia cabalgata del final Allegro ma non troppo. Pero más que este tema tan vigorosamente caracterizado interesa el segundo motivo, con ése su aspecto irónico y algo siniestro de Balada que el violín adorna con inaccesibles evoluciones y agudísimas notas aflautadas en la repetición. El contraste elegantemente grotesco entre este comportamiento scherzoso y mistificador del solista y el clima fogoso y severo de la orquesta posibilita la legitimidad de la conclusión tradicionalmente optimista y grandiosa de este último, irrepetible ejemplo de gran concertista romántico.


