En cuanto a la literatura concertista, igualmente nutrida, es necesario comenzar con las obras de Haydn, Leopold Mozart y Rosetti que circundan los cuatro Conciertos y el Rondo de Wolfgang Amadeus Mozart, para proseguir con Weber (indudablemente el más genial descubridor de las dotes expresivas de este instrumento), autor del Concierto en mi menor op. 45, con Cherubini (que escribió dos Sonatas para corno y arcos), el virtuosista y brillante Konzertstück op. 86 de Schumann para cuatro cornos y orquesta, el Concierto de Franz Strauss, padre de Richard, este último dedicó dos Conciertos a este instrumento así como los de Glière y de Hindemith; recordemos además el Morceau de Concert de Sant-Saëns, la Villanelle de Dukas, el Larghetto de Chabrier y el Andante cantabile de D’Indy. Se destaca en la no muy copiosa producción romántica de cámara, después del ya citado Andante y Variaciones de Schumann, el magnífico Trío op. 40 de Brahms que aspira a ser una suerte de adiós al viejo corno.
La presencia estable de dos cornos en las orquestas del siglo XVIII no es menospreciada por los sinfonistas y operistas del siglo XIX quienes, en cambio, acrecientan el número de esos instrumentos. Resulta, en efecto, que Beethoven introdujo por primera vez un tercer corno en su Tercera Sinfonía » Heroica», innovación sensacional que se justifica no sólo por determinados acentos militares de la obra, sino más bien por cierto carácter naturalista que aparece por ejemplo en el bucólico Trío del Scherzo. Y fue también Beethoven quien elevó en su Novena Sinfonía el número de cornos a cuatro, según sería el conjunto del futuro que los primeros románticos no respetaron (las Sinfonías de Schubert, Schumann y Mendelssohn presentan todavía sólo dos), pero que sí lo hicieron los sinfonistas del Romanticismo tardío como Brahms, Bruckner y Mahler que empleaban comúnmente cuatro cornos en sus obras orquestales.
Sin embargo, el iniciador en ese sentido también fue Weber, justamente estimado por Berlioz (“Considero” — escribió el músico francés — «que ningún otro maestro ha sabido obtener del corno un provecho más original y a la vez tan poético y completo como Weber ) quien en su Der Freischütz (de 1821, por lo tanto anterior en tres años a la Novena de Beethoven), cómo se percibe ya en el comienzo de la magnífica Obertura, había introducido un cuarteto de cornos. Será luego Wagner quien aumentará el conjunto de los cornos en la orquesta: excluyendo las dieciséis partes en la escena de caza con que concluye el primer acto de Tannhauser, ocho cornos permanecen en la Tetralogía (recordemos la fabulosa ambientación inicial de El oro del Rin) o bien se subdividen en dos grupos, uno de cuatro cornos, el otro constituido por dos pares de «tubas wagnerianas*» (tenores y bajas) de forma semejante al fliscorno y de registro sonoro más delicado e intenso; y esta formación será adop tada también en las últimas Sinfonías de Bruckner (ciertos momentos del Adagio y Finale de la Séptima, Octava y Novena Sinfonía mientras en los otros tiempos figuran ocho cornos), en Óperas de Strauss (Elektra) y en los Gurrelieder de Schoenberg.


